Durante el 2020 propuse o me encargaron distintas notas sobre sexualidad en pandemia. En un punto, el tema comenzó a resultarme tedioso, repetitivo y hasta impostado: contacté a una académica y conté los orígenes de los primeros vibradores, sin tener uno en casa; entrevisté a sexólogas, a psicólogas, a médicas y médicos, a psiquiatras, a solteros y solteras de distintas edades, a parejas abiertas y cerradas, sin compartir sus análisis, ni vivencias.
Más allá de los títulos (que persiguen el clic), siempre intenté poner la mirada en las fronteras entre placer y afecto, en sus múltiples manifestaciones: como práctica o deseo. En retrospectiva, esos artículos me dejaron algo más que los pocos pesos que cobré, porque despertaron una idea: para muchos (me incluyo), la cuarentena conjugó experiencias íntimas aceleradas con cierta ilusión de un tiempo detenido.
Esta reflexión surgió a partir de una historia personal, bastante corriente: recientemente, volví a encontrarme con un tipo al que había visto algunas veces antes de que se decretara el aislamiento estricto, con el resultado obvio (un fiasco, que tomé como derrota). Si lo pienso dos veces (o una, con cierta objetividad), la “historia” nunca se había convertido en tal. Siendo historiadora, la elección del vocablo me parece exagerada, ridícula. Me pregunto por qué el castellano carece de esa división que existe en inglés entre history (la historia, propiamente dicha) y story (palabra que también puede ser traducida como fábula o relato). En ese caso, hubiera optado por la segunda opción.
Carlo Ginzburg, el maestro de la microhistoria, me hace recalcular. En su genial libro El Hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, interroga a la disciplina, complejiza el lazo entre la narración, el narrador -¿a quién se dirige, para qué, con qué fin?- y la realidad. Contra los devaneos posmodernos que cuestionan hace décadas la existencia de verdades, piensa en términos de “préstamos recíprocos” entre la historia y la dimensión literaria. “Se pueden aislar fragmentos de verdad en la ficción”, dictamina el autor (por ejemplo, a través la lectura de romances medievales para captar aspectos del contexto en que fueron creados). Y agrega: “La ficción, alimentada por la historia, se vuelve materia de reflexión histórica, o bien de ficción, y así sucesivamente”. Para el intelectual italiano no es erróneo llenar con imaginación fundamentada (que no es sinónimo de fantasía) los espacios en blanco que dejan las fuentes y los documentos. Mientras llama desconfiar de lo que se presenta supuestamente evidente, una vez recomendó a los jóvenes ingresantes a la carrera “leer novelas, muchísimas novelas”, para aprender a establecer contratos con los personajes (literarios o históricos), con sus psicologías únicas e irrepetibles, sus contradicciones y sus extrañeces.

Claro que tenía en mente fines más elevados (a partir del estudio de individuos y hechos aparentemente ordinarios logró adentrarse en hechos centrales de la Modernidad, como la Inquisición); pero creo que su planteo sirve para revaluar el tema inicial: los vínculos durante este período complejo para la humanidad, y nuestra propia percepción de estos vínculos, tan trastocada como los demás aspectos de la vida. Porque somos, al fin y al cabo, narradores; y la díada verdad/probabilidad, así como los silencios, problematizados por Ginzburg, están inscritos en cómo procesamos lo que nos pasa.
Yendo un poco más lejos, el nudo del análisis histórico -el tiempo-, no es solo patrimonio de esta u otras disciplinas (la Matemática, la Física, la Filosofía, la Filosofía, la Astronomía, etcétera), sino de cualquier hijo/hija/hije de vecino… y no resulta unívoco. La Historia aborda el pasado desde una perspectiva social, valiéndose de cortes que permiten ordenar realidad y distinguir la continuidad de los cambios, trazar una línea entre lo viejo y lo nuevo. Pero si constatamos que, por ejemplo, la noción de “siglo” -comprendida como período de cien años- apareció recién en el siglo XVI, es fácil deducir que todas las personas hacen sus propios tejes y manejes con el reloj. (“No marques las horas porque voy a enloquecer”). ¿Qué son, si no, los balances de fin de año, tan complejos en el salto a este 2021? ¿Y los aniversarios? ¿Las esperas, el cortejo, la seducción, la distancia que separa una mirada deseante de un beso? A veces podemos palpar el tiempo, sentirlo quemar en la piel; pero también puede volverse un cuerpo extraño.
La pandemia habilitó el anhelo, el desánimo, el abatimiento, el pesimismo y también la esperanza, de modo errático o sincronizadamente. Muchos proyectos de relaciones (amistosas o amorosas) entraron en un limbo, se congelaron o se volvieron indefinibles. Sus protagonistas, aislados, vieron cómo el diálogo fue reemplazado por monólogos a la distancia. Heródoto, el gran historiador de la Antigüedad, advertía: “Por mi parte, debo contar lo que se cuenta, pero de ninguna manera debo creérmelo todo (y valga esa advertencia mía para toda la narración)”. Otro estudioso, recuperado por Ginzburg, lo explicaba claramente: el griego “no fue un embustero, pero citaba embustes ajenos, lo cual es admitido por las más rigurosas reglas históricas”. Procesos externos e internos, malentendidos, distorsiones, lejanías y embustes se cuelan en los vínculos -sobre todo, aquellos cortados abruptamente- y en nuestra forma de interpretarlos.
Recaigo nuevamente en el recurso de la primera persona. Antepongo la palabra “recurso” para conservar la distancia. Sin embargo, llevo más de cinco mil caracteres escritos alrededor de una historia (story) a la que definí como mínima y resumí en tres líneas. El abuso del paréntesis (ya no a modo de recurso) me hace pensar que incurrí en parcialidades, como si quisiera que los detalles se completaran solos, de forma metatextual. Nobleza obliga, hay algunas cuestiones que podría haber aclarado antes, pero evité por vergüenza: durante los primeros meses de cuarentena, estaba convencida de que iba a volver a ver a la persona en cuestión (intuyo que él también), aunque esa idea se fue difuminando progresivamente; aun así, el reencuentro se dio casi exclusivamente por mi insistencia, pese a que tengo otras relaciones y problemas a los cuales dedicar mi energía. Es más, después del fiasco, volví a invitarlo dos veces a mi casa: primero respondió “tal vez” y después que no, agradeciendo cordialmente, como se agradecen un par de medias del árbol navideño. “Porque si te vas, yo quiero creer que nunca vas a volver. Dímelo y será mucho menos cruel, yo siempre supe perder”, cantaba Zitarrosa. Yo dudo de si hubiera preferido un rechazo categórico más temprano. Imitando a Arjona, prolongué conscientemente ese “dime que no”, a la espera de un sí camuflajeado. Por favor, tiempo, regálame una duda.
Quizás depositamos expectativas en lo que pudo haber sido, como una excusa necesaria para pretender que algo puede permanecer inmóvil en medio de esta tormenta. Erigimos una posibilidad, una ficción. La pandemia invirtió el clásico problema historiográfico de analizar el pasado con categorías del presente. A nivel personal, surge el peligro de inyectar demasiado pasado a los días que se abren camino, como refugio ante un futuro sin dudas borroso. Ahora (con siete mil caracteres encima) puedo desprenderme de la ilusión. De nada sirve aferrarnos a esas estrellas que podemos ver, pero ya no existen. Ni quedarnos en los ocho minutos que tardaríamos en darnos cuenta desde la tierra si se apagara el sol.
Si te gustó este contenido, apoyá a Jazmín para que pueda hacer más notas
Podés hacer un aporte único a través de

Ángel Sastre: “Los corresponsales de guerra nos volvimos un objetivo de caza”
En esta entrevista a Ángel Sastre, el corresponsal de guerra...
Read More¿Cuánta gente en situación de calle hay en Buenos Aires?
La pregunta vuelve cada año cuando se acerca el frío...
Read MoreVivir en una UTI: médicos exhaustos, colapso sanitario y compromiso al extremo
La fotógrafa Carolina Herrera hizo un fotoreportaje recorriendo hospitales de...
Read More