Carta abierta a mis padrastros

– Newsletter #10 –

La vida se pone extraordinaria por distintos motivos. Uno de ellos, para mí, es la lectura de ciertos libros. No exagero cuando digo que una de las cosas más extraordinarias que me pasó en el 2020 fue leer Poeta Chileno, de Alejandro Zambra, así que a eso dedico el newsletter de hoy: al libro, a los temas del libro, y a la poesía, esa otra forma de padrastría.

Familiastra

En la vida tuve muchos padrastros. El primero se llamaba Raúl. Era bajito, pero en ese entonces era más alto que yo. Le gustaba el fútbol, y con él vimos el mundial ‘94. Cuando quedamos afuera contra Rumania, él estaba en casa. No recuerdo nada especial, salvo que tenía un Renault Fuego.

Después vino Pablo, que era médico, pelado en la parte superior de la cabeza, y ya no era bajito, más bien lo contrario. Pablo era bueno con la carpintería y armó un dúplex en mi cuarto. Pude haber aprendido a trabajar la madera pero no aprendí absolutamente nada. Varias veces nos fuimos de vacaciones con él. Era bueno resolviendo cosas. Una vez apostamos si yo podía o no podía hacer algo con el diábolo. El diábolo bronco, el original. Pude, y me pagó, lo cual me pareció noble, pero no sé si hoy querría ser su amigo.

Hubo algunos más que no merecen ser recordados -en rigor, no me acuerdo sus nombres, y no me animaría a llamarlos padrastros-, pero me faltó mencionar al último, que es también el más importante. Jorge se casó con mamá y vivimos juntos y nos hicimos amigos. Fue, además, el que llegó a mi vida cuando yo comenzaba a tener algo parecido a una personalidad. Fue siempre un poco callado, a la manera en que se callan las personas habitadas por fantasmas, y eso me caía bien. O me unía, supongo. No quiero hablar demasiado de Jorge porque mi vieja lee estos envíos y ya veo venir el llamado o el mensaje.

Es difícil lidiar con las confesiones que provocan nuestras propias confesiones. Seguro a mi madre no le moleste este texto pero llore, y me pregunte si estoy enojado por algo. Yo le diré que no y que si me puse a recordar a mis padrastros fue porque es uno de los temas principales de Poeta Chileno: Gonzalo es el padrastro de Vicente, y nunca antes yo había leído un libro que tratara sobre ese vínculo. Es, digo, el primer libro que nos habla a los hijastros.

Mi vieja igual esto ya lo sabe porque le recomendé leer el libro y lo hizo. Y también se lo recomendé a Jorge, y lo hizo. Y también a Iván, que es padrastro, y lo hizo. Y también a Maxi, que tiene terror de que aparezca un padrastro en su vida, y lo hizo (o lo está haciendo). Básicamente se lo recomendé a todo el mundo porque creo que hay algo sobre lo que nunca hablamos y deberíamos hacerlo: esos vínculos que pueden terminar de un día para el otro sin que dependa de nosotros. Querer a la persona que ama tu madre -como querer a la persona que ama tu hijo- es un acto de entrega temerario. Algo así como elegir el camino de la poesía.

La primera vez que Jorge se fue de mi casa yo estaba llegando al edificio y me lo encontré con las valijas en el palier. Nadie me había avisado, por lo cual entiendo que fue una pelea súbita. Me saludó torpemente, sin explicarme demasiado, y yo subí a mi casa y me puse a llorar. Sabía que, aunque nada tuviera que ver conmigo, nuestra amistad se iba a ver interrumpida. Y esto nos lleva a la segunda interpelación fatal del libro: la vocación, eso que sucede más allá de nuestro albedrío.

Poeta y chileno

Alejandro Zambra es, a mi gusto, el mejor escritor en español vivo. Lo entrevisté varias veces. Las primeras dos fueron en Santiago. Aquí comparto una de esas entrevistas, que me gustó mucho hacer.

Las desventuras del escritor seco

Este año estuve en México y me encontré con él. Le dije que su libro había sido importante para mí, y me gustó la manera en que lo recibió. Con esa mezcla de humildad y satisfacción me gustaría enfrentarme a las buenas noticias en el futuro. Y con la calidez con la que Alejandro conversa.

Siempre me dicen que estos envíos son muy largos, así que no ahondaré en su biografía. Tan solo les recomiendo leerlo, siempre, porque es un poeta cuya sensibilidad se ha derramado a la prosa y aunque sufre de migrañas, está todo el tiempo tomado por el humor.

Alejandro escribió una vez que el poema “debe romper el circuito de la soledad, aunque no haga más que hablar de esa soledad”. Lo mismo hace con Poeta Chileno, atravesado por una historia conmovedora y sencilla. Así que ahora pasaremos al tercer y último punto de este envío: la soledad de los poetas (que es, también, la soledad de los hijastros).

El escritor chileno Alejandro Zambra

San Vicente

Hay una decisión que tomar frente a Poeta Chileno: ¿nos identificaremos con Vicente o con Gonzalo? O, acaso, con los dos. O acaso con Pru, la periodista norteamericana que aparece de pronto en Chile como una detective salvaje más. Y a su vez, no hay ninguna decisión que tomar pero sí tal vez una que entender.

Quizás no haya verdades absolutas, pero sí hay verdades trascendentes. No todos los oficios suponen la pregunta de por qué los elegimos. Algunos vienen provistos de cierto sentido material que nos ahorra las dudas, algunos otros son como estacas a tierra que nos conectan con una trascendencia frugal y liviana, otros son evidentemente necesarios y justos -el hombre que pelea por la ley, el que apaga un incendio, el que descubre una vacuna-. Pero hay otros, el de poeta por ejemplo, que son más complejos de entender. ¿Por qué deseamos ser poetas las personas que nunca daremos con un verso para el futuro?

La vida más referencial para mí es siempre la de los poetas, y en cierto sentido es la segunda fatalidad de mi existencia: de chico quería jugar en Boca, aunque sabía que no iba a suceder. De grande quiero ser poeta, y se repite el guión de la derrota. Pero hay poesía en ello, y eso me basta.

La vida del poeta es siempre referencial para mí porque sabe de antemano la gratuidad de su tarea y acomete contra esa gratuidad para hacer de ella algo digno y hermoso. El poeta cree que su tarea es pequeña pero sabe que en realidad es gigante, y la detalla como a un bonsai.

La vida del poeta es siempre referencial para mí porque su moneda de cambio está en permanente devaluación: el poeta es el hombre que apuesta al peso en el país del dólar, el que vende cuando todos compran porque el ahorro equivale a lo no dicho. Es el que en un mundo de videos esconde la cara (“¡ese no sos vos!”, dirán, y es cierto, porque el carnet de poeta se gana con todas las renuncias juntas, nunca con algunas).

El poeta es el que escribe lento en un mundo que lee rápido, el que dice difícil en un mundo que no se esfuerza por comprender, el que a veces dice fácil porque hubiera sido imposible que otro llegara a esa sencillez. El poeta es siempre el que pierde, y por eso su vida es referencial para mí, pero no porque yo pierda, no porque yo viva de los versos y de lo poco que ellos pueden pagar. La vida del poeta es referencial porque ahí va, con un arma vieja por el mundo, vendiendo libritos para pocos, viviendo de la fe de los solidarios o de los rezagados, del apoyo de los amigos o de los desconocidos que, como él, buscan destallar la derrota de un mundo industrial y solitario.

Entonces todo vuelve a que hable de Poeta Chileno, el libro más maravilloso que leí en muchos años, el que me devolvió la lectura voraz.

Poeta Chileno es para mí hablar de las varias etapas de la vida de un poeta, de sus hijastros, de sus resignaciones, sus cambios de país y de paisaje y de ambiciones. Es hablar del final, que siempre lo hay. Hablar del amor. Hablar del amor a la poesía y del amor de los otros a la misma poesía, por otro motivos. Hablar de la comunidad y de la necesidad de ser uno entre muchos, pero ser el único.

Es también un homenaje a una generación y a una manera de ver la vida que tal vez ya no exista. Un homenaje no al tiempo perdido sino al tiempo que perdimos, a ese momento de la vida en que sin responsabilidad ni culpa nos dedicábamos a conversar sobre un tema apasionante pero sin trampas, sin estrategias, sin perspectiva de éxito. Es también el recuerdo de una patria doble: la territorial y la temporal. Y ahí es cuando me digo que la vocación es el padrastro de la novela, y todos somos Vicente queriéndonos encontrar secretamente con ella para hablar durante días, para recuperar lo que la adultez nos quitó, para revivir al cadáver del que quería jugar en Boca pero en realidad quería ser poeta, pero de pronto vino la adultez como el Katrina y la arrasó todo.

Qué me queda, pensó el hombre de pronto, sino este espacio caprichoso en el que puedo volver a perder el tiempo hablando de lo que quiero y terminando la frase acá, abrupta, a la espera de que los poetas desbloqueen el siguiente nivel de este lenguaje.

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