– Newsletter #11 –
Hoy escribo para mi tía, que siempre me leyó y guardó mis textos como si fueran joyas que solo ella podía apreciar. Sé que no lo eran, pero ella siempre me hizo sentir que tenía una fortuna. Estoy seguro de que en algún lado todavía me lee, así que acá va, un último canto para Victoria.
When The Saints Go Marching In
La de la foto es justamente mi tía Victoria. Fue sacada hace muchos años. Detrás está mi tío Gonzalo, más joven y enojado que ella. Acababan de volver de Brasil, donde ella se había escapado sin permiso. Mi abuela, escandalizada, la fue a buscar y se llevó a la travesía a mi mamá y a mi tío. Mamá y Abuela aparecen en una segunda foto, todos con cara de enojo y preocupación, salvo Victoria, que sonríe como quien acaba de completar una travesura. Los dejo mirar la foto:

Hace unos años yo escribí una novela en la que conté algunas otras travesuras de su vida, pero con errores, con fabulaciones incluso. La novela era más sobre mi viejo entonces me tomé la libertad de ser inexacto con los hechos de la vida de los otros familiares que aparecían.
A ella le molestaban esas alteraciones porque notó que yo había hecho lo que ella nunca hizo con nadie: juzgar. Era verdad, yo no solo había inventado sino proyectado una idea de lo que está bien o está mal. Era más joven, y creía saber alguna de esas cosas.
Después de la publicación Vic me contó la historia correcta muchas veces, y yo le prometí que ya iba a escribirla con justicia alguna vez. Pero lo demoré, porque la vida parecía infinita y nadie tiene urgencia por ser justo.
El domingo Vic se fue de este mundo y yo siento que le debo su historia, así que la voy a contar brevemente. Pocos años después de esa “fuga” a Brasil -una suerte de mito fundante en mi familia-, Victoria vivía con su papá en un campo en Córdoba. Una amiga de ella, con quien compartían cigarrillos de todo tipo una que otra vez, dijo que Vic le había vendido marihuana. Era mentira, se la había vendido un dealer, pero le dio miedo delatarlo y mandó al bombo a mi tía. La policía la quiso detener pero ella se fue a tiempo. Por esos días apareció un aviso en el diario local que la publicaba como “Prófuga”.
Abuela le tuvo que poner abogados y encarar el juicio, pero el destino resolvió la situación: el dealer verdadero al poco tiempo apareció muerto, y la chica se animó a confesar la verdad.
Años después Vic se casó con Martín, el gran amor de su vida (con quien se reencontraron varias décadas después, ya a la puerta de los sesenta). El día del civil Abuela estaba afuera del registro diciéndole a la gente que no entrara, porque estaba en desacuerdo, pero imagino que pocos la tomaron la escucharon.
Por esa unión, una tía de Martín les regaló una casa. Ellos la vendieron y se fueron de viaje a Europa con esa plata. Hicieron una escala en Marruecos -volaron en la Royal Air Marroc-, y aprovecharon el tiempo para comprar hash. Les dieron mucho, así que lo metieron en el bolso y se mandaron a Europa con eso encima, como si nada.
Se quedaron varios meses y cuando se estaba por acabar el dinero, Vic llamó a Abuela y le pidió que les mandara un pasaje de vuelta. Así lo hizo. En ese viaje concibieron a María, mi prima, su única hija.

Siguió pasando el tiempo. En algún momento de los ochenta, una revista hizo una encuesta a cientos de mujeres de Buenos Aires y armó un ranking. Titularon la nota: “Éstas son las mujeres más modernas de la Argentina”. Mi abuela aparecía en el puesto 26 (estoy casi seguro de que ese ese el número, pero puedo estar fabulando levemente otra vez). También aparecía Victoria en ese ranking. En mi recuerdo, más atrás que Abuela, lo que me parecía extraordinario porque Abuela era una señora muy paqueta y conservadora y Vic una rockera absoluta.
Durante un tiempo me gustaba divertirme con eso, diciéndole que al final no importaban sus esfuerzos, la más loca de todas era Abuela. Una aclaración: para mí “moderna” y “loca” eran la misma cosa, así como “loca” y “libre” lo son, así como libre y creativa, así como creativa y hermosa. Es decir, siempre utilizo la palabra loca como halago.
Son muchas las cosas que tengo para contar de Vic. Una vez viajó con nosotros a Brasil -yo tendría 13 años-, y en el auto escuchábamos una y otra vez un casette de Maná, que a ella no le gustaba demasiado. Cuando le dábamos permiso para elegir, ella nos daba su propio casette: un compilado de cumbias de Flor de Piedra.
En ese viaje inventamos un término: “puro placer italiano”. Definía lo que se siente cuando uno se acuesta en una hamaca paraguaya junto al mar y pide un licuado de ananá. No sé, nos pintó decirle así. Nos gustaba salir a caminar por la playa y regatearle a los vendedores. Ninguno de los dos tenía un mango: yo era un nene de 13 y ella una hippie de 44. Una vez me corté solo y cuando volví le inventé que había un hombre haciendo tatuajes 3D. Se fascinó tanto que le hablé de eso como una hora. Solo al final, cuando estaba pensando de qué manera conseguir la plata para hacerse uno, le confesé que era todo mentira. Eso la hizo más feliz aún.
Cuando murió Martín, hace unos años, Victoria me pidió que musicalizara la procesión. Fui uno de los encargados de llevar cajón al hombro. Llevé un pequeño parlante inalámbrico y lo apoyé sobre el ataúd mientras caminábamos a la tumba. Puse clásicos del jazz sureño. Era extraño y sanador ver los pequeños rebotes del parlante sobre la madera, ver cómo las trompetas lo hacían despegarse mínimamente y volver a hacer contacto, mientras “When the Saints Go Marching In” invadía el cementerio de la Chacarita. Después tiramos caramelos sugus en el pozo y Martín fue tapado por la tierra. Victoria, la más triste de todas, se la pasó todo el entierro bailando, llenándonos de alegría a los demás.
Durante mucho tiempo tuvo una relación áspera con mi madre, pero el último año tuvieron una cercanía tan absoluta que siento que vale por todas las décadas del mundo. De todas formas, sea peleadas, diferentes, enojadas, felices, jóvenes o viejas, nunca faltó ninguna en el cumpleaños de la otra, nunca faltó ninguna en las navidades, en los casamientos. Y pienso -aprendo- que no hay mayor amor que aquel que, aún oculto, prevalece a la espera de su hora.
Vic fue la mujer más libre que conocí. Leonina como yo, pero distinta. Una mina feliz buscando siempre más felicidad. Durante mucho tiempo de su vida esa búsqueda la trató mal, y necesitó alivianar el peso del mundo de muchas formas. Pero conmigo, con los otros, con el afuera, siempre sonreía. Miraba qué habías pedido vos en un restaurante y te pedía un poco. Abuela se volvía loca: “comé tu plato, Victoria”, le decía, como si fuera todavía su hija adolescente a la que retar. Pero Vic probaba siempre, todos los platos, y se le dibujaba una sonrisa como un orgasmo que no disimulaba, sentada a la mesa de restaurantes más finos de Buenos Aires.
Las imagino, a Abuela y Vic, discutiendo ahora en el plano viene después de este. Yo -que me gusta inventarme historias- me digo que Vic no aguantó vivir en un mundo sin su madre (sin mi abuela). A mí a veces me cuesta aguantar también, pero yo obtuve de ellas la versión más feliz, y me dejaron preparado para recordarlas.
Me gusta decirme que el cáncer fue algo que Victoria se inventó para no tener más remedio que volver a vivir con ella. Y ahí va, prófuga otra vez, a seguir dejando marca en otra parte.
Espero, tía querida, no haberme equivocado demasiado en esta historia. Te voy a querer siempre.
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